miércoles, 14 de septiembre de 2016

“La casa de arenas movedizas” de Carlton Mellick III

Tarde, mal y a rastras vengo yo a descubrir esta pequeña y modesta editorial llamada Orciny Press que se autodefine como una “editorial independiente y autodistribuida especializada en ficción especulativa” que −para los que no son de letras− viene a querer decir que está formada por un puñado de frikis que no tienen donde caerse muertos. Al igual que las demás editoriales del mundo también ellos buscan textos transgresores que exploren los márgenes de los géneros, como si no estuviesen ya los pobres márgenes suficientemente violentados, que a pocas cuentas que se echen salta a vista que ya hay más gente en ellos que en el epicentro de la movida. 

Lo que les diferencia del resto es que les tira el bizarro, pero quitando eso, igualitos a los demás.

Y por eso picamos. Porque son jóvenes, imprudentes, venden lo suyo con pasión y han tenido la suerte de ser recomendados por cuatro gatos en Goodreads (que es medio donde se corta el bacalao ahora mismo), uno de los cuales se me cruzó un día que tenía yo ganas de tirar el dinero. Bueno, en realidad, y ya termino con esta odiosa introducción, lo que me recomendaron en un primer momento fue Fanstama de Laura Lee, novela que leí inmediatamente después de esta y de la que ya hablaremos en un par de días o un par de años.

Pero ya supongo que todo esto les importa a ustedes bastante poco. Déjenme que les hable de una novelita que ya supongo que a más de la mitad les importara casi tanto y menos que esta más que innecesaria introducción.

La casa de arenas movedizas parte de una premisa que no puede ser más interesante para los amantes del género y de la que podría sacarse una película fenomenalmente palomitera. Dos niños que no conocen a sus padres viven recluidos en una guardería que dónde va que se les ha quedado pequeña toda vez que van rozando una temprana adolescencia. Son atendidos por una abnegada niñera y un puñado de máquinas que los proveen de prácticamente todo lo necesario, incluyendo un servicio de catering y un curso de bachillerato en formato realidad virtual. Hablamos pues, de un futuro indeterminado donde la tecnología ha alcanzado un nivel que en modo alguno se corresponde con el uso que se hace de él.

¿Cabría hablar de ciencia ficción? Cabría, claro, por qué no. Será por hablar… Pero no lo hagamos como si lo fuera exclusivamente, no nos limitemos de esa manera, porque esta santa casa de arenas movedizas también invade el género del terror, gracias a unas criaturas que tienen cercada la guardería impidiendo siquiera que uno se imagine saliendo de allí. Hasta que un día… Exacto, hasta que un día se ven obligados a salir por razones que, evidentemente, no voy a desvelar. De nada.

El resultado es una novela ligera, ágil, bastante entretenida y poco engañabobos, muy de playa o viajar en tren, que transita por los mencionados géneros, que, aunque es una cosa que está más que superada, tampoco es como si hubiera exactamente pasado de moda. O sí, y de ahí su encanto. Bah, no lo sé. ¿Acaso importa? No, claro que no. Sin ánimo de levantar polvareda he de confesar que siempre he tenido a los amantes de este tipo de lecturas bizarras como unos seres con una enternecedora y ligeramente infantil tendencia al conformismo, además de ser corporativamente feos. Y así no vamos a ninguna parte.

Poco más que decir, me temo (hay novelas que no dan y no dan y no dan): mero entretenimiento (que ya no es poco) al que de puro ligero se le perdona casi todo, al menos hasta que, llegados a una recta final relativamente sorprendente pero en todo caso medianamente interesante, el escritor decide dar explicación de todo aquello que hasta el momento nos sembraba la cabeza de dudas, dejándolo, con esto, el texto perdido de diálogos forzados y situación increíbles dentro de su ya condición increíble. Y no era necesario. La novela funciona bien en su halo de misterio indescifrable; se presta a elucubraciones varias y por lo tanto no había necesidad entrar en tanto detalle y desde luego no era en absoluto necesario terminarla con tamaño arrebato sentimentaloide como del que nos obligan a ser testigos, un episodio de una ñoñez completamente fuera de lugar. Pese a no acostumbro a dejar que un mal final me estropee una novela, en esta ocasión ha resultado un tanto complicado, por no decir literalmente imposible, librarse de esa sensación de fallo garrafal y/o cagada monumental.


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