No sé ni por dónde empezar.
Vaya esto por delante: Asamblea ordinaria es lo peor que leído en mucho tiempo; cuánto, no sabría decirles, pero mucho. Mucho. Y de no ser por Daniel Gascón, autor de aquella cosa infame prácticamente constitutiva de delito que publicó Mondadori hace unos años, lo hubiera sido desde el principio de los tiempos.
Pero exageraciones al margen y aún a riesgo de matarles de aburrimiento (y por aquello de no andarnos con vaguedades) déjenme inventar un contexto plausible a la existencia de esta novela.
A Julio Fajardo Herrero se le desata la conciencia social un día de abril de un año por determinar cuando empieza a preguntarse qué demonios está haciendo con su vida, que no le saca partido ni sirve al bien general. Azuzado por los remordimientos de un pasado sin provecho se apunta a las filas podemitas desde donde, encaramado a una de sus ejecutivas regionales, va dejando caer sus virtudes intelectuales, esto es, se dedica a comentar, como quien no quiere la cosa, que unos años antes, cuando ser escritor todavía significaba algo, había publicado una novela de autoagravio, como así le gustaba etiquetarla, sabedor de que con ello despertaba la risa e invitaba a la aceptación general entre todos aquellos que no la habían leído, esto es, absolutamente todos. Los principios activos (451 editores), que así se llamaba la bicha, dejaba claras un par de cosas: uno, la tendencia a divagar de Julio, y dos, su incapacidad para manejarse con el castellano:
«Olvidarse de lo malo no arregla nada. La desmemoria no es la clave de la felicidad, es todo lo contrario. En realidad es el problema al que se pueden reducir todos los demás. La fuente. El desencadenante. Basta con pensar cómo mejorarían las cosas si siempre recordásemos lo que nos propusimos no olvidar. Si valorásemos siempre todo lo que una vez juramos valorar toda la vida. Si no olvidásemos nunca la conveniencia que vimos tan clara de no hacer lo que de vez en cuando hacemos y luego lamentamos. ¿Cuántos disgustos nos ahorraríamos? ¿Cuántas horas más dormiríamos?».
451 editores, lo sabemos ahora y lo sabemos, entre otras cosas, por esto de Julio, no echó el cierre por casualidad. Y es porque ser editor es algo más que publicar libros. Es leerlos, corregirlos, criticarlos… El corrector ortográfico de Word está muy bien, pero no es suficiente. Hay que dedicarles un tiempo y aplicar algún tipo de criterio.
En circunstancias normales a Julio Fajardo le hubiesen caído dos collejas y le hubiesen dicho, sus editores, cuatro cosas; lo hubiesen puesto en su sitio y ahora sería un magnífico enmadejador de hilaturas gruesas, por ejemplo. Pero no; los doce ejemplares que se vendieron los compraron su madre y su hermana y unos isleños que tampoco es que tuviesen mucha idea de literatura. El resultado: creyó ser escritor y se veía, en tres años, premio Herralde. Y todo porque alguien le dijo que SABÍA ESCRIBIR, una mala costumbre que a día de hoy todavía no se ha perdido. Si es que no se puede. Nos tomamos todo a la ligera y luego pasa lo que pasa.
¿Que qué pasa?
Pues que unos años más tarde ya podemizado y muy de vuelta y media en todo lo relativo a tiendas de campaña, concentraciones urbanas y dramas humanos, al bueno de Julio le da por dejar por escrito el Drama Nacional Consecuencia de la Gran Crisis Económica en Núcleos Urbanos Periféricos. Se imagina tres situaciones a cual más mundana lo bastante genéricas como para ser suscritas por un amplio sector de la población y con ellas de fondo escribe tres relatos ni largos ni cortos sino todo lo contrario con los que baraja las siguientes posibilidades: hacerse una antología de la depresión o estructurar una novela corta. No hace falta ser un lince ni de letras para saber que los relatos sólo los leen quienes los escriben, de ahí que erigiese este monumento a la mediocridad, esta cosa infame y triste llamada Asamblea ordinaria.
Tenemos, por un lado, a un jovencísimo chaval que empieza a trabajar en una empresa dirigida por uno de esos modernetes y proactivos empresarios, un ser medio fascinante de ideas geniales y polos Lacoste con querencia a demorar los pagos a los proveedores. Por otro, tenemos a un sobrino que ha perdido el empleo y se tiene que ir a vivir con tía, una mujer que ha perdido los ahorros por culpa de las dichosas preferentes y malvive fregando suelos ajenos. Por último, una pareja en crisis económica y sentimental desde que el muchacho se quedó en el paro y, en vez de buscar trabajo, se dedica a visitar páginas guarras y a organizar movilizaciones sociales mientras fantasea con independizarse y vivir de la política y las tarjetas black.
Ponga una x en la que sea o haya sido alguna vez su situación. No descarten aproximaciones.
La novela, que alterna las tres historias sin llegar nunca a cruzarlas, suena a ladrillito porque es un ladrillito. Y un ladrillito muy pesado. Pero más allá del argumento, que ya en la contra no prometía otra cosa que bostezos mil, y de la intención (otra puta novela sobre la crisis económica), está el arte o, como en este caso, la ausencia total del mismo. Porque descartada la función poética en favor de la función panfletaria, la novela no se queda más que en realismo cutre, globalidad y una asfixiante falda de ideas.
La novela o concatenación o alternación de relatos o cómo quieran ustedes llamar a este engendro, es una permanente revisitación de todos cuantos lugares comunes puedan ustedes imaginar, desde la mirada asombrada del joven sin experiencia laboral pasando por la diferencia generacional y los problemas de entendimiento de una pareja un poco harta de aguantarse.
«Lo que también entiendo es que la gente más predispuesta a acoger a alguien así de pánfilo en su grupo de amigos del trabajo, o la que cree que acogerlo le puede servir de algo, luego tampoco suele ser la gente con la que a uno le apetece juntarse cuando por fin se comporta como es, o cuando digamos que ya se expresa libremente y ha revelado su verdadera forma de ser».
[…]
«De hecho, seguramente, una tiende a pensar que si no se lo ha callado, o si ha acabado diciendo eso de lo que después va a ser muy complicado retractarse, no es por un error de juicio momentáneo sino porque el problema venía de largo y lo importante no es ya esa gota, por supuesto, sino el vaso que se ha ido llenando con todas las demás y que se colma. […] Porque lo cierto es que lo único que no habías hecho hasta ese momento era decidirte a decirlo, pero las razones sí que existían desde antes».
Si esto es SABER ESCRIBIR, tenemos un serio problema.
Que ya les digo yo que sí, que lo tenemos. Y Julio Fajardo es parte de él. Ahora de ustedes depende que siga o no adelante con el despropósito. Que no les tiemble el pulso. Será por escritores…